jueves, 20 de agosto de 2009

Breve nota de verano

Han concluido las vacaciones. Mi estancia en el Levante español ha sido tranquila, aunque esta vez, por prescripción médica, he tenido que evitar al sol mucho más que otros años. A pesar de la crisis, la playa estaba a rebosar. Leí que este verano iba a ser el de las tres "Pes": Playa, Paseo, y Pipas, y no ha ido muy desencaminado el ocurrente augur a la sazón. Pero a la gente le basta con verse frente al mar, y poderse dar un chapuzón en la playa. Las jaimas son cada vez más voluminosas (o eso me parece a mí), y bajo estas improvisadas parcelas de lona, la gente se siente durante unas horas dueña de una parte de la playa, y se dispone a echar el día hasta vaciar las neveras. A la sombra de estos inventos morunos, que ya son parte del paisaje en cualquier playa, las abuelas vigilan a los nietos, mientras los hijos (y a veces ellas) se entretienen con juegos de mesa mientras beben las cervezas o los refrescos que guardan en las neveras. Hay, incluso, quienes escarban en la arena hasta hacer un hoyo en el que quepa el melón que el agua del mar se encargará de mantener a punto. A otros les da por sestear, porque el bullicio de la concurrencia les trae al pairo; es más, incluso llegan a percibirlo como una musiquilla lejana que acompasa a sus ronquidos.
Los chiringuitos los he encontrado menos concurridos que otras veces, quizás les esté bien empleado a algunos por los abusos cometidos cuando las vacas eran gordas. Olvidaron que también existe el karma en los negocios:
siempre se recoge lo que se siembra. Cuando se siembran abusos es muy fácil recoger desbandadas. Lo de "hacer el agosto" es la consigna en la que muchos se han venido aplicando de forma escandalosa. Pero este año a las vacas gordas se les han secado las ubres, y no han dado para mucho.
Retomo lo expresamente lúdico, y me olvido del sablazo que me dieron por una ración de gambas con añadido ensaladero de dudosa presentación. Ya lo dice Serrat en una de sus canciones:
no hay que confundir valor y precio. Pero los hay que no se enteran.
Algunos chiringuitos recurren a la cosa del meneíto como fórmula de reclamo, y observo como en una de estas terrazas playeras un par de jóvenes se contonean a punto de descoyuntarse. La más atrevida exhibe sus pechos lozanos al son de Michael Jackson, que este año es más moda que nunca. Los carroñeros de siempre son expertos en festejar la muerte del mito con la rentabilidad que siempre supone su revival. Continuo divagando y me pregunto bajo el sopor de mi sombrero cuánto les habrán pagado a las jóvenes animadoras, compulsivas incansables del
Thriller y otros ritmos, por sus muchas horas de inagotable cimbreo; mi hija me dice que apuesta a que no más de cinco euros la hora, y yo le digo que por ese precio no hay cuerpo que aguante semejante entrar en trance. Pero a pesar del señuelo playero, la gente no se deja arrastrar facilmente hasta la barra, ni se atreve a sentarse en una mesa por miedo a que le claven. No consumen, como mucho, la euforia de la música les lleva a compartir una cerveza. La mayoría se conforman con observar sentados desde la arena a las ninfas bronceadas que continuan danzando como posesas, émulas del inolvidable clásico de Sidney Pollack. La sensualidad y el descaro de las jóvenes gogós es una alternativa refrescante. Aún danzarán algunas horas más, probablemente hasta que el sol decline y la gente comience a desmontar sus tenderetes; luego entrará en juego la noche y el botellón colectivo, coartada de una berrea sutil inconfesable, desbordante de alcohol y testorena, sobre la que el inolvidable Camus, agudo observador de hordas y delirios, volvería de nuevo a purificarse presintiéndose una vez más inocente en medio del gentío. Es la estampa de nuestro siglo, el diseño de la nueva bandera que los tiempos nos han traído, la de la consigna nietzscheana del Carpe Diem, unida a aquella otra de Sigmund Freud: el sexo es el motor de la vida.
La España de Machado no nos queda tan lejos. Las fiestas de agosto se suceden en uno y otro pueblo, y las ventas ambulantes se pueblan de nómadas que lo han apostado todo a la cosa de intentar comer del quiosco o el mercadillo.
No me quedo a comprobar el hasta cuando de la danza y el bullicio playero, soy hombre de sol lo justo, y por lo que respecta al mar, me subyuga tan sólo su silencio, su mensaje encriptado irresoluble, ese empequeñecer en el que entro cada vez que trato inutilmente de adivinar sus contornos. Me retiro a mi Capua particular, un pequeño bungalow cerca de Santa Pola, como lo hacen las aves que veo regresar a los humedales. Las ánades comienzan a tintar las charcas de súbito colorido con sus vistosos plumajes, y el de algunos pelícanos fucsia junto a un puñado de elegantes zancudas. Reconozco cercanos sus familiares ululatos. Comienza el recogimiento, la cita puntual con los inefables ritmos del orbe, a pesar de que el sol aún se resiste a caer tras el horizonte. Mañana será otro día, forzosamente repetitivo y bullicioso, desbordante de música invisible y azulada; como una breve nota de verano que presagiara lo que en breve será, nuevamente otoño.