Llegó demasiado tarde al pueblo, y hay quienes dicen que lo hizo como polizón en un barco que atracó en
Algeciras; otros, que llegó desde Francia camuflado en un camión de mercancías,
pero lo que realmente se desconoce es cómo llegó a conseguir los papeles para
poder quedarse en España, pues a pesar de asegurar que trabajó más de tres años
en una constructora que ahora se ha evaporado, la gente dudó durante mucho
tiempo de esos argumentos, más tarde, la buena conducta del nuevo vecino de
Mojácar disipó los recelos, y las ganas de seguir hurgando en el asunto se desvanecieron...
Al
poco tiempo de instalarse en Mojácar, Felipe “el rumano”, se fue integrando sin
problemas en la comunidad, y su fama de buena persona muy pronto caló en el
pueblo. Es hombre parco en palabras; apenas una docena de vocablos en español
para responder a lo esencial o describir sus estados de ánimo. Trabaja en lo
que le va saliendo, por lo general, peonadas por horas con jornales miserables,
o bien, hace algún que otro “mandao” a los vecinos del pueblo: “Felipe, haga el
favor de traerme el pan y un cartón de leche, que hoy el reuma no me deja ni
moverme…”, le dice la Benita asomada a la ventana, por donde los aires del oeste se la cuelan en estampida a esta hora de la mañana, oxigenándola toda la
casa. Felipe mira hacia arriba, con ojos extremadamente azules y cansados, a
los que sólo el trasiego de la calle empedrada, acostumbra a poner un sesgo de moderada alegría, cuando la gente del pueblo le saluda mientras trascurre
la tarde.
Mira hacia la ventana con serenidad, y se queda quieto como una estatua, a la espera de que la Benita le arroje el dinero para cumplir el recado como Dios manda… “nunca llevas dinero encima, jodío, y si no eres capaz de ahorrar algo, no te va a querer ninguna moza.”, le recrimina Benita con guasa desde arriba, dejando ver las puntillas de su camisón blanco por entre el alféizar y los geranios que ponen rojos en su ventana. Felipe “el rumano” se quita la cazadora de cuero barato, y la estira con las manos a la espera de ver caer los euros que doña Beni está a punto de arrojarle desde arriba. Todo esto Felipe lo hace con gusto, como si se tratara de un deporte, incluso sonríe mientras sus ojos se achican como dos puentecillos diminutos, escondiendo levemente los azules de sus ojos tras los párpados ¡Zas! La primera moneda ha caído sobre el forro gastado de la cazadora, y Felipe sonríe enseñando las mellas de sus dientes al sol de Mojácar. Una moneda más, y ya podrá ir a la tienda a cumplir con el “mandao”.
Mira hacia la ventana con serenidad, y se queda quieto como una estatua, a la espera de que la Benita le arroje el dinero para cumplir el recado como Dios manda… “nunca llevas dinero encima, jodío, y si no eres capaz de ahorrar algo, no te va a querer ninguna moza.”, le recrimina Benita con guasa desde arriba, dejando ver las puntillas de su camisón blanco por entre el alféizar y los geranios que ponen rojos en su ventana. Felipe “el rumano” se quita la cazadora de cuero barato, y la estira con las manos a la espera de ver caer los euros que doña Beni está a punto de arrojarle desde arriba. Todo esto Felipe lo hace con gusto, como si se tratara de un deporte, incluso sonríe mientras sus ojos se achican como dos puentecillos diminutos, escondiendo levemente los azules de sus ojos tras los párpados ¡Zas! La primera moneda ha caído sobre el forro gastado de la cazadora, y Felipe sonríe enseñando las mellas de sus dientes al sol de Mojácar. Una moneda más, y ya podrá ir a la tienda a cumplir con el “mandao”.
En
las horas tristes y monótonas, que son muchas, y sin nada mejor que hacer, Felipe
sube por la cuesta empedrada camino de la taberna, que es casi su segunda casa,
a ver la gente pasar, o más bien, a coger al gato de doña Asun, solitario y gris
como él. Lo suele acariciar con una extraña inercia de disipación y costumbre,
y el gato ronronea plegado entre sus piernas entornando los ojos, complaciente
y relajado. “Las ratas pueden esperar”, seguramente está pensando el felino.
¡Buenas
tardes, Felipe! —Le saludan los vecinos, y él levanta la cabeza mostrando los huecos de sus dientes
perdidos a la vecindad, asintiendo mecánicamente para corresponder al saludo: “buenas tardes señorita Con-suelo”. Pronuncia despacio y
a tramos el nombre de la joven para que el idioma no le juegue una mala pasada.
—¡Hay que joderse qué buena se
está poniendo la Consuelo! —pronuncia Pepe el cantinero, puesto en jarras bajo
la puerta, y la mirada clavada en el culo de la Consuelo que se desliza calle
abajo como una golosina irreal con la certeza de que ambos la están mirando.
—Ahí tenías tú una buena faena,
Felipe… ¡Ay, Dios, si yo estuviera soltero! —exclama Pepe, babeando nostalgias
y fantasías hacia adentro.
—En este pueblo ya sólo quedan
viejos, pensionistas alemanes y maricones… Y así pasa, que las mozas se van
aburridas a Sevilla o a Madrid cuando quieren que alguien las eche un buen
polvo ¿A qué es verdad lo que digo, Felipe?... ¡La madre que te parió!
—concluye resignado mirando con desgana al inmigrante. Felipe ni se inmuta, y
sólo parece estar interesado en las caricias del gato.
Y
la tarde pasa, y los costados de Mojácar comienzan a arroparse con las primeras
umbrías que vienen del mar; al otro lado del pueblo, la tarde aún mantiene algunos clamores de luz, y
desde la ventana de la Benita los huertos han de verse planos e infinitos, lo mismo que el verdor del llano distante; un mundo que sólo es posible abarcar con la
vista. Las chumberas han comenzado a esconder el verdor de sus frutos, y el sol
decae inexorable en este día, como en tantos otros.
—¡Joder, Felipe! Llevas ahí
sentado toda la tarde con el puto gato entre las piernas, y sólo te has tomado
dos botellines. Si no fuera porque sé que estás tieso, os mandaba a tomar por
el culo a ti y al puto gato…
Pepe
el cantinero se seca con nerviosismo las manos en el mandil, que más que alburas proyecta dálmatas abigarrados de manchas grises, producto de mil fritangas.
Felipe no ha entendido absolutamente nada, ¡y mira que le gusta a rabiar la
Consuelo!, pero sus mellas al aire lo exculpan de cualquier necesidad de
entender; incluidas las maldiciones a las que le tiene acostumbrado Pepe el cantinero.
Y
de nuevo la calle, con su empedrado antiguo que ya ha empezado a apagarse bajo
los muros encalados de las casas. Felipe “el rumano” observa callado el vacío que destila la cuesta por la que, a esta hora, yo pocos o nadie quebrantarán el silencio ritual de la tarde. Un día
más, el pueblo arropado en sus opacos celestes, el mustio tañido de su campana, el pulso aquietado de sus ritmos embozados al silencio, la
indolente rutina…, enero y su Nada.
Ángel Sotillo ©
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